La voz contra la roca

 


Leopoldo Lugones
El poeta es el astro de su propio destierro.
El tiene su cabeza junto a Dios, como todos.
Pero su carne es fruto de los cósmicos lodos
de la Vida. Su espíritu del mismo yugo es siervo.
Pero en su frente brilla la integridad del verbo.
Cada vez que una de esas columnas, que en la historia
trazan nuevos caminos de esfuerzo y de victoria,
emprende su jornada, dejando detrás de ella,
rastros de lumbre como los pasos de una estrella,
noches siniestras, ecos de lúgubres clarines,
huracanes colgados de gigantescas crines,
y montes descarnados como imponentes huesos:
uno de esos engendros del prodigio, uno de esos
armoniosos doctores del Espíritu Santo,
alza sobre la cumbre de la noche su canto.
(La alondra y el Sol tienen en común estos puntos:
que reinan en los cielos y se levantan juntos.)
El canto de esos grandes es como un tren de guerra
cuyas sonoras llantas surcan toda la tierra.
Cantan por sus heridas, ensangrentadas bocas
de trompeta, que mueven el alma de las rocas
y de los mares. Hugo, con su talón fatiga
los olímpicos potros de su imperial cuadriga;
y, como de un océano que el Sol naciente dora,
de sus grandes cabellos se ve surgir la aurora.
Dante alumbra el abismo con su alma. Dante piensa.
Alza entre dos crepúsculos una portada inmensa,
y pasa, transportando su empresa y sus escombros:
una carga de montes y noches en los hombros.
Whitman entona un canto serenamente noble.
Whitman es el glorioso trabajador del roble.
El adora la vida que irrumpe en toda siembra,
el grande amor que labra los flancos de la hembra;
y todo cuanto es fuerza, creación, universo,
pesa sobre las vértebras de su verso.
Homero es la pirámide sonora que sustenta
los talones de Júpiter, goznes de la tormenta.
Es la boca de lumbre surgiendo del abismo.
Tan de cerca le ha hablado Dios, que él habla lo mismo.

Fragmentos: De La Montaña de Oro