Ernesto Sábato |
Hay
días en que me levanto con una esperanza demencial,
momentos en los que siento que las posibilidades de una
vida más humana están al alcance de nuestras manos. Este
es uno de esos días.
Y, entonces, me he puesto a escribir casi a tientas en
la madrugada, con urgencia, como quien saliera a la calle
a pedir ayuda ante la amenaza de un incendio, o como un
barco que, a punto de desaparecer, hiciera una última y
ferviente seña a un puerto que sabe cercano pero
ensordecido por el ruido de la ciudad y por la cantidad de
letreros que le enturbian la mirada.
Todavía podemos aspirar a la grandeza. Nos pido ese
coraje. Todos, una y otra vez, nos doblegamos. Pero hay
algo que no falla y es la convicción de que –únicamente–
los valores del espíritu nos pueden salvar de este
terremoto que amenaza la condición humana.
Mientras les escribo, me he detenido a palpar una
rústica talla que me regalaron los tobas y que me trajo,
como un rayo a mi memoria, una exposición
"virtual" que me mostraron ayer en una
computadora. Debo reconocer que me pareció cosa de
Mandinga, porque a medida que nos relacionamos de manera
abstracta más nos alejamos del corazón de las cosas y
una indiferencia metafísica se adueña de nosotros,
mientras toman poder entidades sin sangre ni nombres
propios. Trágicamente, el hombre está perdiendo el
diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que
lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro,
la posibilidad del amor, los gestos supremos de la vida.
Las palabras de la mesa, incluso las discusiones o los
enojos, parecen ya reemplazadas por la visión hipnótica.
La televisión nos tantaliza, quedamos como prendados de
ella. Este efecto entre mágico y maléfico, es obra,
creo, del exceso de la luz, una intensidad de la luz que
nos toma. No puedo menos que recordar ese mismo efecto que
produce la luz en los insectos, y aun en los grandes
animales. Y entonces, no sólo nos cuesta abandonarla,
sino que también perdemos la capacidad para mirar y ver
lo cotidiano. Una calle con enormes tipas, unos ojos
candorosos en la cara de una mujer vieja, las nubes de un
atardecer. La floración del aromo en pleno invierno no
llama la atención a quienes no llegan ni a gozarse de los
jacarandáes en Buenos Aires. Muchas veces me ha
sorprendido cómo vemos mejor los paisajes en las
películas que en la realidad.
Es apremiante reconocer los espacios de encuentro que
nos quiten de ser una multitud masificada mirando
aisladamente la televisión. Lo paradójico es que a
través de esa pantalla parecemos estar conectados con el
mundo entero, cuando en verdad nos arranca la posibilidad
de convivir humanamente, y lo que es tan grave como esto
nos predispone a la abulia. Irónicamente he dicho en
muchas entrevistas que "la televisión es el opio del
pueblo", modificando la famosa frase de Marx. Pero lo
creo, uno va quedando aletargado delante de la pantalla, y
aunque no encuentre nada de lo que busca lo mismo se queda
ahí, incapaz de levantarse y hacer algo bueno. Nos quita
las ganas de trabajar en alguna artesanía, leer un libro,
arreglar algo de la casa mientras se escucha música o se
matea. O ir al bar con algún amigo, o conversar con los
suyos. Es un tedio, un aburrimiento al que nos
acostumbramos como "a falta de algo mejor". El
estar monótonamente sentado frente a la televisión
anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica
el alma.
Al ser humano se le están cerrando los sentidos, cada
vez requiere más intensidad, como los sordos. No vemos lo
que no tiene la iluminación de la pantalla, ni oímos lo
que no llega a nosotros cargado de decibeles, ni olemos
perfumes. Ya ni las flores los tienen.
Esta
mañana di por seguro que venía la sudestada, y
me equivoqué. La tormenta se mantuvo en suspenso,
estática. Los grises se fueron atenuando y a la
tardecita ya ningún rasgo plomizo se distinguía
en el cielo.
Este simple e inofensivo error me llevó,
imperceptiblemente, a las grandes equivocaciones
que uno comete en la vida. Y de ahí, a través de
un vasto territorio de sueños y recuerdos, mi
alma quedó al borde de la imagen de mi madre
aquella tarde, cuando la fui a visitar |
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a La Plata y la encontré de espaldas, sentada a la
gran mesa solitaria del comedor mirando a la nada, es
decir, a sus memorias, en la oscuridad de las persianas
cerradas, en la sola compañía del tictac del viejo reloj
de pared.
Rememo- rando, seguramente, aquel tiempo feliz en que
todos estábamos alrededor de la enorme mesa Chippendale,
y los grandes aparadores y trinchantes de otro tiempo, con
el padre en una cabecera y ella en la otra; cuando mi
hermano Pepe repetía sus cuentos, las inocentes mentiras
de aquel folclore familiar.
A mi madre se le habían empañado los ojos al verlo y
algo le había repetido de aquello de que la vida es un
sueño. Yo la había mirado en silencio. Qué le podía
atenuar, ella estaría viendo hacia atrás noventa años
de fantasmagorías. Después, como a pequeños sorbos, me
fue contando historias de Rojas y de su familia albanesa
hasta que fue hora de irse. ¿Había que irse? Los ojos de
mi madre volvieron a nublarse. Pero ella era estoica,
descendía de una familia de guerreros, aunque no lo
quisiera, aunque lo negase.
Todavía la recuerdo en la puerta, saludando levemente
con su mano derecha, de manera no demasiado fuerte, no
fuera a creer, esas cosas. En la calle 3 los árboles
habían empezado a imponer su callado enigma del
atardecer. Todavía volvió una vez más la cabeza. Con su
mano, tímidamente, ella repitió la seña. Luego quedó
sola.
Tan enardecidas fueron mis búsquedas que entonces no
supe reconocer que era ésa la última vez que vería a mi
madre sana, de pie, y que ese dolor perduraría para
siempre, como hasta esta misma noche que entre lágrimas
la recuerdo. Entre lo que deseamos vivir y el
intrascendente ajetreo en que sucede la mayor parte de la
vida, se abre una cuña en el alma que separa al hombre de
la felicidad como al exiliado de su tierra.
Porque entonces, mientras mi madre quedaba detenida
allí, inmóvil, no pudiendo retener a su hijo, no
queriéndolo hacer, yo, sordo a la pequeñez de su
reclamo, corría ya tras mis afiebradas utopías, creyendo
que al hacerlo cumplía con mi vocación más profunda. Y
aunque ni la ciencia, ni el surrealismo, ni mi compromiso
con el movimiento revolucionario hayan saciado mi
angustiosa sed de absoluto, reivindico el haber vivido
entregado a lo que me apasionó. En ese tránsito, impuro
y contradictorio como son los atributos del movimiento
humano, me salvó un sentido intuitivo de la vida y una
decisión desenfrenada ante lo que creía verdadero. La
existencia, como al personaje de La náusea, se me
aparecía como un insensato, gigantesco y gelatinoso
laberinto; y como él, sentí la ansiedad de un orden
puro, de una estructura de acero pulido, nítido y fuerte.
Tanto más me acosaban las tinieblas del mundo nocturno
más me aferraba al universo platónico porque cuanto más
grande es el tumulto interior, más nos sentimos
inclinados a cerrarnos en algún orden. Y así, nuestras
búsquedas, nuestros proyectos o trabajos nos quitan de
ver los rostros que luego se nos aparecen como los
verdaderos mensajeros de aquello mismo que buscábamos,
siendo a la vez, ellos, las personas a quienes nosotros
debiéramos haber acompañado o protegido.
¡Qué poco tiempo les dedicamos a los viejos! Ahora
que yo también lo soy, cuántas veces en la soledad de
las horas que inevitablemente acompañan a la vejez,
recuerdo con dolor aquel último gesto de su mano y
observo con tristeza el desamparo que traen los años, el
abandono que los hombres de nuestro tiempo hacen de las
personas mayores, de los padres, de los abuelos, esas
personas a quienes les debemos la vida. Nuestra
"avanzada" sociedad deja de lado a quienes no
producen. ¡Dios mío!, ¡dejados a su soledad y a sus
cavilaciones! ¡Cuánto de respeto y de gratitud hemos
perdido! ¡Qué devastación han traído los tiempos sobre
la vida, qué abismos se han abierto con los años,
cuántas ilusiones han sido agostadas por el frío y las
tormentas, por los desengaños y las muertes de tantos
proyectos y seres que queríamos!
Yo había intentado un ascenso, un refugio de alta
montaña cada vez que había sentido dolor, porque esa
montaña era invulnerable; cada vez que la basura ya era
insoportable, porque esa montaña era límpida; cada vez
que la fugacidad del tiempo me atormentaba, porque en
aquella altura reinaba la eternidad. Pero el rumor de los
hombres había terminado siempre por alcanzarme, se colaba
por los intersticios y subía desde mi propio interior.
Porque el mundo no sólo está afuera sino en lo más
recóndito de nuestro corazón. Y tarde o temprano aquella
alta montaña incorruptible concluye pareciéndonos un
triste simulacro, una huida, porque el mundo del que somos
responsables es éste de aquí: el único que nos hiere
con el dolor y la desdicha, pero también el único que
nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este
fuego, este amor, esta espera de la muerte. El único que
nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la
mano que amamos.
Mientras les escribo, vuelve la imagen de mi madre a
quien dejé tan sola en sus últimos años. Hace tiempo
escribí que la vida se hace en borrador, lo que
indudablemente le da su trascendencia pero nos impide,
dolorosamente, reparar nuestras equivocaciones y
abandonos. Nada de lo que fue vuelve a ser, y las cosas y
los hombres y los niños no son lo que fueron un día.
¡Qué horror y qué tristeza, la mirada del niño que
perdimos!
Quiero
hablarles de Buenos Aires. Aunque yo no vivo en ella y me
resultaría insoportable, la reconozco como mi ciudad, por
eso mismo es que la sufro. Ella representa, de alguna
manera, lo que es la vida de estas urbes donde viven, o
sobreviven, millones de habitantes. Pero antes les voy a
repetir la situación del mundo, lo que todos sabemos, en
la esperanza de que por la repetición, como la gota de
agua, o el martillo contra la puerta cerrada, veamos un
día que las cosas revirtieron. Acaso en verdad ya lo
está haciendo: ya se filtra la luz entre las rendijas de
la vieja civilización.
Asistimos a una quiebra total, a la fase final de los
tiempos modernos de la cultura occidental. El mundo cruje
y amenaza con derrumbarse, ese mundo que para mayor
ironía es el resultado de la voluntad del hombre, de su
prometeico intento de dominación.
Guerras que unen la tradicional ferocidad a su inhumana
mecanización, dictaduras totalitarias, enajenación del
hombre, destrucción catastrófica de la naturaleza,
neurosis colectiva e histeria generalizada, nos han
abierto por fin los ojos para revelarnos la clase de
monstruo que habíamos engendrado y criado orgullosamente.
Aquella ciencia que iba a dar solución a todos los
problemas físicos y metafísicos del hombre contribuyó a
facilitar la concentración de los Estados gigantescos, a
multiplicar la destrucción y la muerte con sus hongos
atómicos y sus nubes apocalípticas.
A cada hora el poder del mundo se concentra y se
globaliza. Veinte o treinta empresas, como un salvaje
animal totalitario, lo tienen en sus garras. Continentes
en la miseria junto a altos niveles tecnológicos,
posibilidades de vida asombrosas a la par de millones de
hombres desocupados, sin hogar, sin asistencia médica,
sin educación. La masificación ha hecho estragos, ya es
difícil encontrar originalidad en las personas y un
idéntico proceso se cumple en los pueblos, es la llamada
globalización. ¡Qué horror! ¿Acaso no comprendemos que
la pérdida de los rasgos nos va haciendo aptos para la
clonación? La gente teme que por tomar decisiones que
hagan más humana su vida, pierdan el trabajo, sean
expulsados, pasen a pertenecer a esas multitudes que
corren acongojadas en busca de un empleo que les impida
caer en la miseria, que los salve. La total asimetría en
el acceso a los bienes producidos socialmente está
terminando con la clase media, y el sufrimiento de
millones de seres humanos que viven en la miseria clama al
Cielo, está permanentemente delante de los ojos de todos
los hombres, por más esfuerzo que hagamos en cerrar los
párpados. Pronto no podremos ya gozar de estudios o
conciertos porque serán más apremiantes las preguntas
que nos impondrá la vida respecto de nuestros valores
supremos. Por la responsabilidad de ser hombres.
Esta crisis no es la crisis del sistema capitalista,
como muchos imaginan: es la crisis de toda una concepción
del mundo y de la vida basada en la idolatría de la
técnica y en la explotación del hombre. Para la
obtención del dinero, han sido válidos todos los medios.
Esta búsqueda de la riqueza no ha sido llevada adelante
para todos, como país, como comunidad; no se ha trabajado
con un sentimiento histórico y de fidelidad a la tierra.
No, desgraciadamente esto parece la estampida que sigue a
un terremoto donde en medio del caos cada uno saquea lo
que puede. Es innegable que esta sociedad ha crecido
llevando como meta la conquista, donde tener poder
significó apropiarse y la explotación llegó a todas las
regiones posibles de mundo.
La economía reinante asegura que la superpoblación
mundial no puede ser asimilada por la sociedad actual.
Esta frase me da escalofríos: es suficiente para que los
poderes maléficos justifiquen la guerra. Las guerras
siempre han contado con el auspicio de grandes sectores de
la población que, de alguna manera u otra, se
beneficiaban de ella. Como centinela, todo hombre ha de
permanecer en vela. Esto nunca ha de suceder. El
"sálvese quien pueda" no sólo es inmoral, sino
que tampoco alcanza.
Las creencias y el pensamiento, los recursos y las
invenciones fueron puestos al servicio de la conquista.
Colonialismos e imperios de todos los signos, a través de
luchas sangrientas, pulverizaron tradiciones enteras y
profanaron valores milenarios, cosificando primero la
naturaleza y luego los deseos de los seres humanos.
Sin embargo, misteriosamente, es en el deseo donde se
está generando un cambio. Lo siento en los hombres que se
me acercan en la calle y lo creo de las juventudes del
mundo. Pero es en la mujer en quien se halla el deseo de
proteger la vida, absolutamente. |