GRAFITTI
Julio Cortázar
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Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego,
supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del
tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo
la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y
entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde
para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de
siempre: la calle en su momento más solitario, acercarse
con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino
desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por
la vidriera de al lado, yéndote en seguida.
Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era
en verdad una protesta contra el estado de cosas en la
ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de
pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te
divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te
gustaba el término grafitti, tan de crítico de arte) y
de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de
suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los
insultos inútiles de los empleados mientras borraban los
dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos,
la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño
se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo
mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En
la ciudad ya no se sabía demasiado de que lado estaba
verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía
dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora
propicios para hacer un dibujo.
Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien,
y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los
camiones de limpieza se abría para vos algo como un
espacio más limpio donde casi cabía la esperanza.
Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que
le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por
supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una
rápida composición abstracta en dos colores, un perfil
de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez
escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me
duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en
persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste
haciendo dibujos.
Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste
miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se
animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o
algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer.
Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y
mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una
predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor
como andabas solo te imaginaste por compensación; la
admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la
única vez, casi te delataste cuando ella volvió a
dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír,
de quedarte ahí delante como si los policías fueran
ciegos o idiotas.
Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y
amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en
cualquier momento con la esperanza de sorprenderla,
elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer
de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al
anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de
contradicción insoportable, la decepción de encontrar un
nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la
calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle
aún más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo;
lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de
garage, aprovechando la textura de las maderas carcomidas
y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el
trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo
valía como un pedido o una interrogación, una manera de
llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas
relegaron en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta
dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no
mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar,
pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de
una pareja de policías, en tu departamento bebiste
ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que
te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto
con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste
labios y senos, la quisiste un poco.
Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una
respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías
ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor
después de los atentados en el mercado te atreviste a
acercarte al garage, a rondar la manzana, a tomar
interminables cervezas en el cafe de la esquina. Era
absurdo porque ella no se detendría después de ver tu
dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían
podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un
paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado de
manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la
esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la
puerta del garage y una patrulla volvía y volvía
rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo
diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a
otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no
llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando
oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos.
Había un confuso amontonamiento junto al paredón,
corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de
un auto dando vuelta a la esquina y frenando al ver el
carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un
pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés
y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones
azules antes de que la tiraran en el carro y se la
llevaran.
Mucho después (era horrible temblar así, era horrible
pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón
gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un
esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su
nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los
policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba
lo bastante como para comprender que había querido
responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o
acaso un espiral, una forma llena y hermosa, algo como un
sí o un siempre o un ahora.
Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los
detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel
central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la
gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si
a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido
no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en
ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías
de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más a
morderte las manos, a pisotear tizas de colores antes de
perderte en la borrachera y en el llanto.
Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra
manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas
por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las
puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio,
todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la
inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y
no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste
resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y
volviste a la calle del garage. No había patrullas, las
paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró
cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el
mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo,
llenaste las maderas con un grito verde, una roja
llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu
dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y
la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una
carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos;
un borracho vacilante se acercó canturreando, quizo
patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo.
Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol
dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.
Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían
borrado todavía. Volviste al mediodía: casi
inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los
suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la
patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como
tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste
hasta las tres de la mañana para regresar, la calle
estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro
dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño
en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con
algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo
naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar. |
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