Jorge Luis
Borges |
El universo (que otros
llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido,
y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos
pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas
bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos
inferiores y superiores: interminablemente. La
distribución de las galerías es invariable. Veinte
anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos
los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos,
excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las
caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en
otra galería, idéntica a la primera y a todas. A
izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes
minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer
las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera
espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el
zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las
apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que
la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a
qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que
las superficies bruñidas figuran y prometen el
infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que
llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono:
transversales. La luz que emiten es insuficiente,
incesante.
Como todos los hombres de
la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado
en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos;
ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que
escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del
hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos
piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será
el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se
corromperá y disolverá en el viento engendrado por la
caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es
interminable. Los idealistas arguyen que las salas
hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto
o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio.
Razonan que es inconcebible una sala triangular o
pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les
revela una cámara circular con un gran libro circular de
lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero
su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese
libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el
dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro
cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es
inaccesible.
A cada uno de los muros de
cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel
encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada
libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de
cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras
de color negro. También hay letras en el dorso de cada
libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán
las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez,
pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo
descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es
quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar
algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca
existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato
es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable
puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede
ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el
universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos
enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y
de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser
obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre
lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos
símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la
tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior:
puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente
simétricas.
El segundo: El número de
símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación
permitió, hace trescientos años, formular una teoría
general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el
problema que ninguna conjetura había descifrado: la
naturaleza informe y caótica de casi todos los libros.
Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince
noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente
repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro
(muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de
letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus
pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una
recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de
fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una
región cerril cuyos bibliotecarios repudian la
supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los
libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en
las líneas caóticas de la mano... Admiten que los
inventores de la escritura imitaron los veinticinco
símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es
casual y que los libros nada significan en sí. Ese
dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se
creyó que esos libros impenetrables correspondían a
lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres
más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un
lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad
que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que
noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo
repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de
inalterables M C V no pueden corresponder a ningún
idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos
insinuaron que cada letra podía influir en la
subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de
la página 71 no era el que puede tener la misma serie en
otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no
prosperó. Otros pensaron en criptografías;
universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no
en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el
jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso
como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas
homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador
ambulante, que le dijo que estaban redactadas en
portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un
siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto
samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe
clásico. También se descifró el contenido: nociones de
análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de
variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos
permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la
ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó
que todos los libros, por diversos que sean, constan de
elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las
veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho
que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta
Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas
incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que
sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones
de los veintitantos símbolos ortográficos (número,
aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable
expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia
minuciosa del porvenir, las autobiografías de los
arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y
miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia
de esos catálogos, la demostración de la falacia del
catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides,
el comentario de ese evangelio, el comentario del
comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu
muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las
interpolaciones de cada libro en todos los libros, el
tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la
mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que la
Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera
impresión fue de extravagante felicidad. Todos los
hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y
secreto. No había problema personal o mundial cuya
elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El
universo estaba justificado, el universo bruscamente
usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En
aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros
de apología y de profecía, que para siempre vindicaban
los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos
prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos
abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron
escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de
encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en
los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones,
se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los
libros engañosos al fondo de los túneles, morían
despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se
enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto
dos que se refieren a personas del porvenir, a personas
acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban
que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o
alguna pérfida variación de la suya, es computable en
cero.
También se esperó
entonces la aclaración de los misterios básicos de la
humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es
verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en
palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la
multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito
que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese
idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los
hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo
los he visto en el desempeño de su función: llegan
siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que
casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el
bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y
lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente,
nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza,
sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono
encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos
eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta
blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los
hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir,
mediante un improbable don del azar, esos libros
canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a
promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en
mi niñez he visto hombres viejos que largamente se
ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un
cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino
desorden.
Otros, inversamente,
creyeron que lo primordial era eliminar las obras
inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían
credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un
volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor
higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de
millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes
deploran los "tesoros" que su frenesí
destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la
Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen
humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es
único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total)
hay siempre varios centenares de miles de facsímiles
imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o
por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a
suponer que las consecuencias de las depredaciones
cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por
el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el
delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí:
libros de formato menor que los naturales; omnipotentes,
ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra
superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En
algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres)
debe existir un libro que sea la cifra y el compendio
perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha
recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta
zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario
remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un
siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo
localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba?
Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el
libro A, consultar previamente un libro B que indique el
sitio de A; para localizar el libro B, consultar
previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En
aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No
me parece inverosímil que en algún anaquel del universo
haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un
hombre—¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!—lo
haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la
felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el
cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea
ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un
ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos que el
disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y
aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa
excepción. Hablan (lo sé) de “la Biblioteca febril,
cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de
cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo
confunden como una divinidad que delira”. Esas palabras
que no sólo denuncian el desorden sino que lo
ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto
pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la
Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas
las variaciones que permiten los veinticinco símbolos
ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil
observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que
administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de
yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera
vista incoherentes, sin duda son capaces de una
justificación criptográfica o alegórica; esa
justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la
Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres
dhcmrlchtdj
que la divina Biblioteca no
haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no
encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una
sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que
no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de
un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta
epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los
treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los
incontables hexágonos—y también su refutación. (Un
número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario;
en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta
definición ubicuo y perdurable sistema de galerías
hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o
cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen
tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de
entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me
distrae de la presente condición de los hombres. La
certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos
afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se
prosternan ante los libros y besan con barbarie las
páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las
epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones
que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han
diezmado la población. Creo haber mencionado los
suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen
la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana—la
única— está por extinguirse y que la Biblioteca
perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente
inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil,
incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita.
No he interpolado ese adjetivo por una costumbre
retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es
infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en
lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos
pueden inconcebiblemente cesar—lo cual es absurdo.
Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el
número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta
solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada
y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en
cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos
que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden
(que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se
alegra con esa elegante esperanza.
Mar del Plata, 1941 |