Amelia Carnevale |
Cesó la lluvia y el sol
inundó el paisaje.
La niña surgió en el recodo del camino... un pie, dos,
un pie, dos... saltaba sorteando los charcos luminosos.
Las trenzas golpeaban al ritmo de sus saltos, el pecho,
apenas insinuado. Todo en ella era luz; sus ojos color
ambar, su boca de labios llenos, su piel sonrosada
cubierta por ese vello suave y dorado... un pie, dos, un
pie, dos, detenerse y recoger con reverencia las hojas
del otoño: una roja, una amarilla, formar un prolijo
ramillete y nuevamente... un pie, dos, un pie, dos...
La madre abandonó el
ovillo y las agujas, miró preocupada el antiguo reloj
que presidía la sala, corrió las cortinas del ventanal
y entrecerrando los ojos ante el resplandor, escudriñó
el camino.
De pronto, quizá para
ocuparse en algo definido, fue hacia la cocina, puso el
jarro de leche al fuego en tanto preparaba el tazón;
algo así como un rito cotidiano: primero el pan
desmigado, luego el azúcar suavemente espolvoreada,
sobre ella el café y por fin la leche blanca y
espumosa, contempló satisfecha la mezcla humeante; así
le agradaba a su niña... y volvió a la sala, al
ovillo, a las agujas, al reloj, a la ventana.
Un pie, dos, un pie, dos,
una hoja amarilla, otra roja...
El cuerpo del hombre ocultó la luz del sol.
La mujer volvió a la cocina y contempló perpleja el
tazón de leche, que ya no humeaba.
En el charco brillante flotaba un prolijo ramillete de
hojas de otoño: una roja, una amarilla, una roja, una
amarilla... |