Baldomero
Fernández Moreno |
De pronto, como un breve latigazo, mi
nombre, Friedt, estalló en el aula. Yo me puse de pie,
y un poco trémulo avancé hacia la mesa, entre las
bancas. Era el examen último del curso y al que tenía
más miedo: la gramática. Hice girar resuelto el
bolillero Las diciseis bolillas del programa resonaron
en él lugubremente y un eco levantaron en mi alma.
Extraje dos: adverbio y sustantivo.
Me dieron a elegir una de ambas y
elegí la segunda. -¿Y qué es el nombre? díjome uno y
me asestó las gafas. Sentí luego un sudor por todo el
cuerpo, se me puso la boca seca, amarga, y comprendí,
con un terror creciente que yo del nombre no sabía
nada. Revolvía allá adentro, pero en vano, me quedé
en absoluto sin palabras.
Y empecé a ver la quinta en qué
vivíamos: el camino de arena, cierta planta, el hermano
pequeño, mi perrito, el té con leche, el dulce de
naranja, ¡qué alegría jugar a aquellas horas! Y
sonreía mientras recordaba. -¡Pero señor -rugió una
voz terrible-, el nombre sustantivo, una pavada!- Tirné
a la realidad: sobre la mesa los dedos de un señor
tamborileaban, cabeceaba blandamente el otro, el tercero
bebía de una taza.
Hacía gran calor. Yo tengo una
cara redonda, simple, colorada, los ojos grises y los
labios gruesos, el pelo rubio, la sonrisa clara. Yo
quería jugar, no dar examen darlo otro día, sí, por
la mañana...
Se me nubló la vista de repente,
los profesores se me borroneaban, adquirió el bolillero
proporciones gigantescas, fantásticas, oí como entre
sueños: Señor mío, puede sentarse... -Y me llené de
lágrimas. |